El resplandor de las Hojas doradas de Otoño.
El estilo de vida en las sociedades cuyo sentido es el crecimiento interminable, el consumismo, el escalar sin pausa en la condición socioeconómica, lleva a que las personas se vuelvan valiosas en cuanto a lo que ganan; ellas muestran una imagen triunfadora y realizan una gran cantidad de actividades visiblemente productivas. Todo aquello que se relaciona con el silencio, la calma, la quietud, la paciencia, es visto como un valor menor de personas más débiles o sin importancia.
De allí que el tipo de dinámicas más naturales con el correr de los años, aquellas que llaman a tomarse las cosas con más calma, a vivir con más pausa, a no darle tanta importancia al parecer, a contactarse con lo simple, se ve tonto, y las personas mayores huyen de ello tratando de mantener una apariencia y ritmo de vida joven para ser aceptados, incluidos y amados, reprimiendo la naturaleza de esa etapa, como si la edad madura no tuviera un sentido en sí, como si la lentitud no tuviera ningún aporte que hacer a la sociedad. Lo grave de esto es que el aporte de la serenidad, la paz y la sabiduría que podrían brindar las personas de tercera edad no se está haciendo sentir en el mundo.
Son ellos quienes podrían llamar a la cordura y aportar una escala de valores en que el equilibrio y la armonía formaran parte del convivir y el hacer.
La edad madura tiene sus propios desafíos y ellos representan la consumación de la vida, el resplandor, que como las hojas doradas de otoño, justo antes de caer, da sentido a todo lo vivido.
Es la edad espiritual de la vida, pues toda la energía tiende a dejar la contracción del pequeño yo, de los logros y preocupaciones tan propias de las edades anteriores para ir a contactarse con lo esencial, con lo que está más allá de la forma, de lo visible, todo llama a la expansión, la aceptación, la amplitud de criterio, la comprehensión y el amor incondicional, que muchas veces encuentra su canal de expresión en la comunicación con los niños.
Niños y ancianos se encuentran en la sencillez, en el juego, en darse el tiempo para disfrutar, en el no tener en la agenda otra cosa que el instante presente; los niños, porque no tienen conciencia del tiempo; y los mayores, porque saben que lo único cierto está en el aquí y ahora, que la clave del vivir está en la sencillez de cada momento.
Qué diferente sería nuestra cultura si dejáramos desarrollarse y expresar a toda esta sabiduría viviente, este inmenso potencial del que ya ha dado muchas vueltas en la vida, del que sabe de la potencia creativa de la alegría y de cómo el dolor debilita las certezas del ego, abriéndonos a la humildad y el amor; del que ya no se apega tanto a las formas porque sabe que ellas están siempre cambiando, qué diferente si las personas que comienzan a avanzar en edad se atrevieran a asumirlo con dignidad en plena conciencia del aporte que su ritmo sereno, su visión ampliada del vivir, su plenitud, su servicio constituyen la entrega necesaria en un mundo que muchas veces corre ciego, desbocado y sin sentido.
Patricia May U.
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